20110922

Tan obvio (ii): somos gente de normas


En los códigos, manuales y reglamentos está definida la identidad de nuestra institución: su carisma, ideología, método formativo, sistema de valores... Los muchachos miden nuestra calidad moral como instructores por la severidad con que los cumplimos y hacemos cumplir. Objetar, tergiversar o ignorar en su presencia una sola letra de la normativa, causa un daño irreparable no sólo a la institución que decimos amar, sino también a esos chicos que esperan perfección de nuestro ejemplo y, por supuesto, a nuestra reputación.


«El principio vital de la disciplina es el deber de obediencia. Todo militar debe tener presente que tan noble es mandar como obedecer, y que mandará mejor quien mejor sepa obedecer» (SEDENA, Reglamento General de Deberes Militares).

«La disciplina y la obediencia son tan importantes como el valor, igual para el esculta que para el soldado» (Gral. Robert Baden-Powell, Escultismo para muchachos).


En la ocasión anterior hablamos de la esencia organizacional de nuestra labor, pero quizá no se insistió bastante en la importancia de actuar sistemática y estructuradamente, ni por qué eso es consustancial a ser una institución formativa para la niñez y la juventud.
El muchacho está en plena autoconstrucción de sí mismo: su cuerpo se desarrolla de manera constante e intensa; su mente madura y acopia datos sin interrupción, construyendo una visión del mundo, de sí mismo y de la vida en comunidad, que regirá la interpretación de todos los aspectos de su vida adulta. Su alma o, si se quiere, su moral, se define con cada gesto e interacción que recibe de los demás, o que ve intercambiar a quienes percibe más maduros que él, es decir, más aptos para alcanzar el éxito personal, relacional y profesional... Ésos somos, o deberíamos ser, nosotros: sus padres, a quienes ama; sus maestros y ministros religiosos, a quienes respeta; sus instructores en la organización juvenil, a quienes –ojalá– admira y emula. Si percibe orden, coherencia y estructura en nosotros, eso emulará, así aprenderá a ser, y sobre esa base fincará su autodesarrollo.
Dicho de otro modo: el niño, adolescente o el joven que milita en la institución, en buena parte modela su carácter –adquiere estructura– copiando el nuestro, pues supone que somos aptos para triunfar en cada aspecto de la «vida real». Nuestro ejemplo como adultos es la principal fuente de inspiración para su automodelado. Como instructores, nuestro trabajo explícito, consciente e inquebrantable por contribuir a su formación física, en aptitudes, intelectual y moral, es también una aportación modélica, y de gran importancia. 
Entonces, ¿dónde aprende el chico a cumplir las normas con eficiencia y alegría, sin frustrarse por cuanto acotan su libertad individual? Es decir, ¿en dónde adquiere el sentido del deber, la virtud de la obediencia y la actitud de servicio? En el ejemplo de su instructor.
Una parte esencial del carácter o la «estructura», es la actitud ante las normas. Si sus padres o tutores creyeran que las reglas son nocivas y represivas, los chicos estarían recargados en una barda del barrio, aprendiendo de modelos más juveniles que nosotros cómo sobrevivir en la anarquía, a drogarse y matarse a golpes, o bien agazapados todas sus horas libres sobre el control de un videojuego. Pero no es así: los confiaron a nosotros para que ayudemos a «darles estructura». Eso significa «enseñarlos a respetar y cumplir las leyes».
La manera de hacerlo es imbuirlos poco a poco, pero constantemente, en las normas de nuestra organización juvenil, sean relativas a la escala suprema de valores, la disciplina y organización interna; los requisitos de afiliación, pertenencia y ascenso; a la uniformidad, a las relaciones con la gente ajena a la institución o a los miembros de otras insticuciones, o bien de competencias y de evaluación.
¿Por qué? La normativa institucional es un «modelo a escala» de la multiplicidad e infinitud de reglamentos, leyes y códigos que sobrellevará el muchacho en el «mundo real», y según el grado de aptitud que consiga en el cumplimiento de los preceptos institucionales, podemos augurar su aptitud para vivir «civilizadamente» en la sociedad abierta, y no sólo sobrevivir o de plano sucumbir.
Las reglas de nuestra institución están diseñadas para que el novato las sienta casi inalcanzables, pero un adulto pueda cumplirlas sin esfuerzos sobrehumanos, aun con una militancia breve. ¿Para qué? Para que los instructores nos «veamos bien», para que seamos modelos intachables, motivemos a los niños y jóvenes a alcanzar lo que si bien parece imposible, ven por nosotros que es perfectamente viable.
¿Qué ocurre cuando el muchacho nos escucha murmurar de nuestros deberes institucionales o nos ve faltar consciente y deliberadamente al más pequeño de ellos? Damos al traste en un segundo con la confianza de los padres. Convertimos nuestro ejemplo de cumplimiento en modelo de rebeldía. Arruinamos instantáneamente la labor de muchos meses por convencer al muchacho de que cumplir las normas es la mejor actitud ante la vida.




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