20120727

La mejor propaganda es el ejemplo


Los mandos pueden invertir fortunas en radio, carteles y volantes; los instructores, preparar las exhibiciones más asombrosas; los muchachos, pedir semanas enteras de permiso en la escuela o el trabajo para hacer propaganda de sol a sol. Pero el único reclutamiento eficaz es cuando, fuera de instrucción, una madre de familia se acerca a un/a pentathleta y le pregunta: «¿Dónde adquiriste esa gallardía, esa vocación de servicio, esa aptitud física y tesón para el estudio?» 

Porque la formación integral (espiritual, intelectual, corporal y material), fincada sobre la autodisciplina militar, sólo es tal cuando se convierte en un modo de vida, manifestándose de manera permanente y natural. Si no ocurre así, es sólo información, prácticas; si acaso, desarrollo de aptitudes... No es retórica eso que algún instructor nos dijo durante la Escuela de Reclutas: «Cuando usted se quita el uniforme, es cuando se echa de ver si es un/a pentathleta de verdad».
«Allá afuera», es sorpresivo encontrar un niño, adolescente o joven –también adultos, culpa nostra– con esa manera de actuar, pensar y hablar. Por eso llama la atención de los padres y maestros, de otros muchachos, de las autoridades civiles... Cuando es honesta, la propaganda pentathlónica no es tal: los pentathletas no fingen gallardía, vigor, civismo, ciencia ni limpieza corporal y moral; sólo son así. Se esfuerzan, desde su autodisciplina, por ser siempre así.
Eso –la autodisciplina militar– es lo que hace diferente al Pentathlón de cualquier otra organización juvenil en el universo mundo: el pentathleta no necesita internarse en el cuartel para vivir cotidianamente, por elección personal, como cadete, ni un instructor u oficial gritándole durante todo el desfile que se integre al paso y uniformidad de su sección: él desea ser uno con sus compañeros, sus hermanos de ideal y de lucha.
Cuando hay convocatoria de reclutamiento, lo único novedoso que hace el verdadero pentathleta –o que se esfuerza por serlo– es darle un volante a quien se acerca a preguntarle dónde se ejercita para ser como es; quizá pide un día de permiso en la escuela o el trabajo para juntarse con los compañeros y hacer la parte que le corresponde en la exhibición. No sacrifica su progreso escolar o laboral por el Pentathlón; hacerlo sería una falta al mismo sentido del deber que ha adquirido en nuestras filas.
Y vaya que es difícil ser pentathleta fuera del horario de instrucción. Si para el adulto la coherencia entre convicciones y vida es una batalla cotidiana, qué será cuando se habla de autodisciplina militar, más aún cuando tratamos con esas edades en que apenas se está construyendo la identidad.
Una vida virtuosa en esas etapas tempranas no es mérito solamente del sujeto; ni una existencia contradictoria es su culpa del todo... El éxito o el fracaso en la adopción del modo de vida del cadete revela nuestra dedicación (o descuido) en guiar y apoyar este proceso en que la Patria y la Providencia nos puso –docentes, instructores y padres– como FORMADORES.
Para los muchachos es punto menos que imposible comprender el concepto de ‘integridad’, de ‘honor’, para llamarlo como es. Lo aprenden mediante una vivencia de años, con la guía cercana y constante del formador, no con largas y esporádicas arengas del propagandista. Su naturaleza –de niño, de adolescente, de joven– está esencialmente disgregada entre numerosas ofertas que compiten por su elección, en el prolongado y vital proceso de construir identidad, es decir, de definir la valía que tienen para sí mismos, la comunidad, la Patria y la Creación.
El acompañamiento perseverante y leal de los formadores, de la infancia a la juventud, les ayuda a descubrir el lado negativo de las ofertas fáciles, y el valor trascendente de las difíciles. Si padres, profesores, ministros religiosos e instructores queremos ganar en la competencia con los grupos espontáneos de pares (pandillas), los condiscípulos, los modelos y antimodelos mediáticos, debemos turnarnos las horas del día y los días de la semana para que poco a poco, sin asfixiarlos, ofreciéndoles siempre metas nuevas, positivas y atractivas, se consolide en su conciencia y actuar el constructo axiológico sobre el que cimentarán sus vidas.
Cuando fallamos en esta premisa, terminamos promoviendo al Pentathlón sólo como una guardería, ofertando mediante espectaculares exhibiciones y lindos uniformes una batería de actividades recreativas para que los chicos no se aburran ni hagan diabluras, mientras papá y mamá hacen la compra semanal. Si queremos un Pentathlón promoviéndo-se como la Escuela del Carácter que erigieron los Fundadores, debe ser a través de nuestras personas y ejemplo.
Si caemos en la tentación del activismo, en la «terapia ocupacional», y dejamos de lado la esencia formativa del método pentathlónico, bastará que una sola de estas criaturas se presente en la calle, en las redes sociales, en una ceremonia –no se diga, con el uniforme encima–, haciendo o diciendo impropiedades, para que la fortuna de dinero y esfuerzo invertida en propaganda, vaya derecho a la basura.
En cambio, qué orgullo sentimos como padres e instructores cuando una señora se acerca a nuestros muchachos para felicitarlos por sus dotes excepcionales; cuando dice a su propio/a hijo/a «te voy a meter a ese grupo para que te hagas como ellos/as»; saber que nuestro recluta se levanta solo antes de amanecer para hacer su rutina de ejercicio y aseo personal, llega puntual a la escuela, se aplica al estudio y es el primero en ponerse en firmes cuando pasa frente a la Bandera; que ya es el primero en servir la mesa, lavar su plato y terminar la tarea, para dedicar la tarde al sano juego y la edificante lectura; que antes de dormir arregla su cuarto y su ropa de mañana.
Más orgullo y satisfacción, cuando se gradúa, merece su primer grado, el segundo, y aún persevera en los buenos hábitos del cadete; ni qué decir del momento en que espontáneamente nos pide una escuadra, un pelotón, para compartir con los nuevos reclutas el modo de vida que ha aprendido a amar.


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Sabiduría Pentathlónica