20140627

La obra de arte


El poeta Ricardo Yáñez dice que ese cuadro de Dalí donde aparece una Venus convertida en gavetero, es sólo una alegoría de lo que es el arte; en particular, la obra artística: ahí está, es relativamente bella por sí misma, y dado el caso, tiene el mismo valor que una frase cursi, un cromo de calendario o una modelo de Play Boy... Su estética es más o menos irreprochable. 

En el caso de la auténtica obra de arte, sin embargo, «las apariencias engañan»: su forma parece unitaria, pero al contrario de nuestros demás ejemplos, eso es una ilusión. En realidad se trata de un piso falso que en cualquier momento se derrumba bajo nuestros pies y nos hace caer –veces con suavidad, veces con violencia– en un mundo vago, inesperado; casi siempre confuso. Como en el cuadro de Dalí, revela ser una gaveta (o muchas) que debemos llenar con nuestra propia vivencia del mundo; un anzuelo que nos atrapa y obliga a vivir desde ella misma.
Y la vida, esa colección de milagros cotidianos que aparecen ante nosotros como ajenos e intrascendentes, no es más que una obra de arte. Sólo espera que nos desperecemos un poco para tendernos el lazo y hacernos vivirla desde alguno de sus instantes, para convertirla (convertirnos) en arte junto con ella, aunque sea durante un segundo.
Por eso tememos tanto involucrarnos en sucesos trágicos, sacar un libro de su estante, levantar la voz en público: porque así nomás, de inmediato, nos hacemos partícipes de ello; caemos en la trampa y no podemos dejar de comulgar, de hacernos parte esencial, y eso trastoca nuestro mundo, ése que construimos con lo que creemos seguro. De pronto somos ‘otro’, desconocido e imprevisto.
Por eso, también, nos gusta ver la historia como una sucesión de hechos acabados, perfectamente encuadrados por fechas, nombres, lugares; por eso entendemos la matemática como un complicado formulario de cuestiones intangibles... Por eso el arte, el pobre arte, se debe conformar con la soledad del museo, la librería, el empolvado ejemplar que luce su lomo en el librero: es el que más aterra incluso como mera posibilidad, porque su efecto en nosotros es el más impredecible.
Sabemos que el artista es alguien capaz de ver otras cosas, de atrapar el instante; de ver en todo algo que molesta nuestra tranquilidad: ¿hay aberración peor que buscar belleza en el Waterloo narrado por Víctor Hugo o en la vista un hombre apuñalado en la acera, sangrante, agónico, cual salido de The Clockwork Orange; incapaz de pensar siquiera en la compasión?
Más grave es que al artista no le importe su propia estabilidad, y sabemos que con ello arriesga la integridad, cuando no la vida.
Pero no. Hay algo todavía peor: en el fondo reconocemos que él está, de alguna manera, en lo correcto; que negarse a abrir la propia vida ante la Vida del universo –y aprehender ésta con la propia– es un pecado capital: es negar la comunión, esa verdad evangélica que el Nazareno nos enseña con su vida, arte supremo de hacer y hacerse con el mundo.
Su guerra –como debería ser la nuestra, como es la del artista– es contra sí mismo, contra el «así es y así debe ser» que grabamos con letras doradas en nuestra conciencia: las eternas tentaciones del desierto.




De la columna «El Diario Mundo», 1998.


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